El principio.

El otro día tuve un sueño extraño.

Soñé que me encontraba en una calle cualquiera, en una ciudad cualquiera. La calle era estrecha, flanqueada por edificios antiguos con balcones enrejados. La gente caminaba deprisa, deteniéndose de vez en cuando ante los escaparates. No debía ser muy tarde, aunque ya la noche había caído, pues los comercios bullían de clientes ultimando sus compras. Comencé a ascender la calle, mientras admiraba la frenética actividad en torno mío. No pude menos que imitarles, acelerando el paso hasta adecuarme al río de personas que subían y bajaban absortos en sus pensamientos. Aquí una tienda de flores, allí una de regalos. Más adelante, un pequeño restaurante con velas encendidas en las mesas. De vez en cuando, pequeños retazos de humanidad como las luces de los flashes: el lloro de un niño; el imperceptible tintineo de una moneda en el cepillo de un indigente; el pulso de una anciana regando las plantas de su balcón; la mirada penetrante y fugaz de dos enamorados...

Muy deprisa, adelante. Sigo avanzando ajeno a cualquier distracción, como aquel que espera encontrar lo mejor al final del camino. Sin previo aviso, en un instante, la calle desembocó en una plaza. El ruido ensordecedor de la calle dejó paso a un silencio expectante. En aquella plaza no había nadie. Tan sólo la torre del reloj se erguía como una sombra espectral. Caí en la cuenta inmediatamente de que el reloj no tenía agujas, ni tampoco indicaciones para las horas. Un letrero gris en la base de la torre con una leyenda: Plaza de los Pasos Perdidos.

Comprendí que me encontraba sólo, y se me había acabado el tiempo. Ya no podía avanzar más. Estaba atrapado en un lugar sin portales ni esquinas, sin salidas ni entradas, sin vuelta atrás. Recordé la calle abarrotada. Deshice con nostalgia mis pasos intentando mentalmente saborear la vorágine de acontecimientos pasados. Un objetivo difuso me había impedido detenerme en ellos, darles la importancia que realmente merecen y dedicarles un breve tiempo que ahora no poseo. Nada tengo en mis bolsillos. Nada puedo ofrecer y compartir con estas manos vacías, antes apretadas en el fondo del abrigo.

Despierto sudoroso encima de las sábanas. Aún es temprano, pero ya no puedo dormir. Una ducha rápida y preparo el desayuno. Ante el café humeante, doy gracias a Dios por haberme dado la oportunidad de ver mi Plaza de los Pasos Perdidos antes de que se me acabe el tiempo.

Es hora de salir a la calle.

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