Ya que está leyendo la introducción, le diré que éste pequeño espacio de palabras lo reservo para mis filias, fobias y manías, naturalmente. Pase y lea, es usted bien recibido.
El mar y él.
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Enano, juega con el mar ahora que está mecido por la brisa de la tarde; no esperes a que cambie y muestre su furor.
Últimamente tengo el alma de visita en el extranjero. La he expedido el pasaporte y ya no sé dónde para; probablemente en el oasis de algún remoto desierto, o en la espuma de las olas, allí donde el mar acaba, y se escucha aullar el viento. La he imaginado en una ciudad atravesada de canales secretos: solitarios meandros de lluvia por los que pasea en su barca, empapada hasta los huesos. Campanarios sin campanas, majestuosos palacios sin dueño; calles y plazas vacías donde solo habita la nostalgia, como un vago recuerdo. Una ciudad sin nadie dentro. No, allí no puede estar mi alma, olvidada y rota, escindida de la ciudad de mi cuerpo. He de comunicarme con ella, aunque lleve lejos demasiado tiempo. Antes su rostro coincidía: no era la imagen borrosa que ahora me mira en el espejo. Últimamente tengo el alma de visita en el extranjero. no sé si está de vacaciones, o yo, estúpido de mi, la condené al destierro.
Yo no sé lo que sueñan los ciegos. Encadenados a la retina de lo invisible, deletrean impávidos el repicar de la lluvia en las ventanas. Les siento como almas de días enteros, agotados de sombras: miden su tiempo en los ecos sonoros de la palabra. Es jazmín de jardín, es goce de roce, es infinito matiz de sabor. Sonidos que arrullan sentidos. Y juegan entre ellos a definir la realidad, solapándose, acompasando la noche perpetua en imágenes imposibles.
Yo canto; tú lo sabes: canto. When Jesus wash.. ¡Oh, happy days! Y en cada nota, cada acorde in crescendo, siento crecer en mí el amor. Es el bálsamo que cubre y sana mis heridas. Rezo. No sé hacerlo de otro modo: es la única manera que puedo suplicar perdón. Flores en el jardín. Valla de madera blanquísima delimitando el pequeño huerto. Ropa tendida donde, a veces, dejo secar mi alma. Cielos azules, de raso y almidón, como la casa en que tú y yo vivíamos antes de marcharte a Afganistán. Este es el recoveco de mi vida donde guardo mis días felices, encerrados en la buhardilla de mi corazón. Cuando te vi bajar las escaleras de aquel avión ya eras otro. Olías a pólvora quemada y a odio incomprensible, contenido y absorto, y ni siquiera mis besos fueron capaces de borrar la propaganda y la guerra, el hastío infinito que traías en los bolsillos de la mochila. ¿De dónde sacaste tanta tristeza? ¿Qué hiciste, amor, para despertarte todas las noches empapado de lágrimas? Yo te preguntaba, y tú...
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