En blanco y negro.


El bar destartalado donde ahora escribo, acompañado de un café humeante, era una vieja escuela.

En las paredes repintadas de yeso muerto y adobe, rostros difusos miran de frente. Son las caras enmarcadas de los niños que habitaron aquí hace 75 años, prestas a la curiosidad de verse retratados en una cámara fotográfica. Imágenes en blanco y negro de tiempos pasados, entonces tan actuales e inmediatos, que puedo imaginar la febril actividad y regocijo en cuanto supieron la noticia de que iban a ser inmortalizados. La comidilla del lugar durante un mes, por lo menos. Ahí está mi padre, con ocho añitos. Las despellejadas canillas al aire, con su pantalón corto raído y sus alpargatas de esparto, mirando travieso con ínfulas de caballero. Y el profesor en el centro de la chiquillería, con bigote, bastón y bombín calado hasta las gruesas patillas, posando con la indiscutible autoridad que su cargo le procuraba en ese contexto de espacio y tiempo.

Hay cierta melancolía en las fotos antiguas. Nos recuerdan que hubo otras vidas no tan diferentes a las nuestras. Al girar el foco sobre una figura familiar, nos damos cuenta que formamos parte de su historia, y que para ellos nuestra existencia fue un plan, o una sorpresa, antes de que nosotros siquiera tuviéramos conciencia de ser persona. Y es entonces cuando deseas haber sabido más sobre las vivencias de aquellos que quieres, o que apenas conociste u oíste hablar de ellos, y un día desaparecieron en el árbol de tu propia historia.

Comentarios

Natalia Pastor ha dicho que…
Magnífico post.
A mi me fascinan las fotos antiguas, con su color sepia y ese aura intemporal que parece flotar en ellas.
Me enamora el blanco y negro, por que tiene un fuerza intrínseca y una "verdad" latente que no tiene el color.

Saludos.

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