El niño y el mar.

El otro día dormitaba al sol en la playa. Un niñito moreno se acercó inquieto hacia mí y me dijo:

-¿Por favor, podría ayudarme? Me he perdido y no sé cómo volver a casa.

-Tranquilo niño, no te preocupes. ¿A ver, dónde vives?

El niño moreno extendió su brazo apuntando al horizonte en dirección al mar.

-Allí, en algún lugar del océano, supongo.

-Pero hijo, eso no es posible. En el mar sólo hay agua.

La espuma de las olas rozaba sus pies desnudos. Miré incrédulo hacia los barquitos que navegaban a lo lejos: eran tan sólo puntitos de nácar desplegados al viento. ¿Se habría caído de algún velero de aquellos? No, estaban fuera del alcance de un niño tan pequeño.

-Ahora tengo frío-, dijo el niño, poniéndose de cuclillas.

-Ven, toma esta toalla. Puedes quedarte conmigo hasta que encontremos a tus padres.

El niño hizo una mueca de sorpresa. –¿Qué son padres?

Volví a quedarme estupefacto ante la extraña pregunta del niño. Quizá se hubiese dado un golpe y perdido temporalmente la memoria.

-Dime, niño, cuéntame lo que puedas recordar..

-Sólo recuerdo agua -me contestó. -Había agua tibia por todas partes y una sensación de bienestar y paz que me gustaba mucho. Era muy feliz. Un día, el agua se volvió turbia, y todo alrededor daba vueltas y vueltas-. El niño cambió la expresión de la cara, arrebujándose en la toalla. - Me hizo mucho daño-.

Yo ya no sabía qué hacer, ni qué pensar. Allí estaba ese niño moreno, con la mirada perdida en dirección al mar, hablándome de cosas que yo no llegaba a entender. Y sin embargo, me herían profundamente. Yo no iba a hacerle daño. Quería ayudarle, quería demostrarle que podía confiar en mi. Pero no sabía cómo hacerlo. Estaba delante de él, escuchándole absorto, pero sin capacidad para actuar, como si estuviese petrificado.

El niño se levantó despacio y me devolvió la toalla. Con una sonrisa, me dió las gracias por mis buenas intenciones y se alejó internándose en el mar. Quise seguirle, quise avisarle del peligro que corría, pero se desvaneció entre las olas.

Me desperté sobresaltado en la tumbona. Recorrí con la mirada la playa, la espuma de las olas y los barquitos que navegaban a lo lejos, como puntitos de nácar desplegados al viento. Los niños jugaban alegres con rastrillos y palas, construyendo castillos de arena y recogiendo agua en sus cubos de plástico, ajenos a la mirada vigilante de sus padres.

Hay niños que sólo han podido conocer el agua tibia de su mar particular.



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